Quizás, estimado lector, recordará que el pasado mes de diciembre, en este espacio, le comentaba que fueron modificados los artículos 20 y 21 de la ley de ciencia y tecnología (Campus Milenio No. 397). Así es. Los diputados reformaron la ley para establecer que el programa sectorial deberá incluir, explícitamente, una proyección a 25 años del área. Es la idea de poner en práctica las políticas de largo plazo. Finalmente, el decreto de ley apareció publicado este 28 de enero en el Diario Oficial de la Federación.
La iniciativa de reforma era relativamente sencilla, solamente incluía tres modificaciones básicas. Una, precisar que será facultad del Consejo General de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico establecer las políticas nacionales en el programa sectorial, así como aprobarlo y actualizarlo (artículo 6 de la ley de ciencia y tecnología). Vale la pena recordar que el Consejo General es el máximo órgano de política y coordinación, encabezado por el presidente de la República y secretarios de Estado, entre otros integrantes.
La segunda modificación, añadirle un párrafo a las características definitorias que deberá presentar el programa sectorial: “El Programa incluirá una visión de largo plazo y proyección de hasta veinticinco años en los términos de esta Ley y de las disposiciones que deriven de la misma. El Programa será actualizado cada tres años” (artículo 20).
Por último, la tercera modificación, estableció que entre los contenidos que deberá incluir el programa sectorial están: “Las áreas prioritarias del conocimiento y la innovación tecnológica, así como los proyectos estratégicos de ciencia, tecnología e innovación por sectores y regiones” (fracción III Bis artículo 21).
En conjunto, las tres modificaciones, como también ya lo habíamos hecho notar, buscan elevar a rango de ley la idea de políticas de largo plazo para la actividad científica y tecnológica. Una práctica que comenzó a ponerse en operación al inicio de la década pasada, específicamente en el programa sectorial de la administración de Vicente Fox.
El caso es que la más reciente modificación a la normatividad científica y tecnológica era una iniciativa relativamente sencilla, en la que no parecía haber mayor desacuerdo. De hecho, en la sesión de la cámara de diputados en la que se aprobó, en diciembre pasado, no hubo oradores a favor ni en contra, simplemente se presentó el dictamen, 302 diputados votaron a favor y quedó aprobada (02/12/2010).
Sin embargo, a pesar de que se trataba de una reforma sencilla, el recorrido completo del trabajo legislativo llevó prácticamente dos años. Desde que fue presentada en febrero del 2009 en el Senado, como cámara de origen, hasta que fue aprobada en diciembre pasado.
En esta ocasión, la publicación del decreto fue relativamente rápida, casi un par de meses, aunque, en realidad, la rapidez o demora son responsabilidad del ejecutivo federal, no de los diputados. La importancia del decreto es que indica la entrada en vigor del ordenamiento legal, así que mientras no se publique una reforma será como si no existiera.
Por ejemplo, la adición del artículo 9 bis de la ley de ciencia y tecnología en el 2004 demoró casi medio año para que se publicara. Esta reforma fue la que mandató destinar uno por ciento respecto al PIB para el sector. Lo notable del caso es que el anuncio de su entrada en vigor tampoco asegura nada, porque el decreto del 2004 apareció en el Diario Oficial y de todas formas ni antes ni ahora se ha cumplido.
Entonces, si las reformas que no ameritan mayor debate ni desencuentros entre las fracciones parlamentarias tienen un dilatado proceso legislativo para su aprobación y luego, una vez entradas en vigor, nada asegura que se cumplan, todo resulta más bien frustrante y poco promisorio.
Ni hablar de las grandes reformas, del interés de los legisladores por el desarrollo del país o de su capacidad de anticipación. Seguramente, existen legisladores responsables, eficientes y preocupados por desempeñar bien su trabajo, pero la imagen del conjunto es francamente deplorable. Desde hace años, en el Congreso se busca instaurar medidas internas para controlar lo elemental de su actividad: su asistencia, su permanencia en la sesión y la emisión de su voto. Pero no, ni siquiera eso. No se diga documentarse, debatir, subir a tribuna y cumplir satisfactoriamente con sus responsabilidades.
Es la misma historia cada fin de periodo o de legislatura: inasistencias injustificadas, dispendio de recursos financieros, rezago de dictámenes, acumulación de iniciativas, o informes fallidos, episodios pendencieros. Y también el cuento de inicio de periodo: reuniones en lugares paradisíacos para formular una improbable agenda legislativa, impulso a las mejores iniciativas, acuerdos por “el México que queremos”, etcétera. Ajá. Lo grave es que los encargados de elaborar la norma son los primeros en quebrantarla.
No es gratuito que, año tras año, los diputados y los partidos políticos ocupen el lugar más bajo en lo que a confianza de los ciudadanos se refiere. Un merecido e inmejorable lugar.
La iniciativa de reforma era relativamente sencilla, solamente incluía tres modificaciones básicas. Una, precisar que será facultad del Consejo General de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico establecer las políticas nacionales en el programa sectorial, así como aprobarlo y actualizarlo (artículo 6 de la ley de ciencia y tecnología). Vale la pena recordar que el Consejo General es el máximo órgano de política y coordinación, encabezado por el presidente de la República y secretarios de Estado, entre otros integrantes.
La segunda modificación, añadirle un párrafo a las características definitorias que deberá presentar el programa sectorial: “El Programa incluirá una visión de largo plazo y proyección de hasta veinticinco años en los términos de esta Ley y de las disposiciones que deriven de la misma. El Programa será actualizado cada tres años” (artículo 20).
Por último, la tercera modificación, estableció que entre los contenidos que deberá incluir el programa sectorial están: “Las áreas prioritarias del conocimiento y la innovación tecnológica, así como los proyectos estratégicos de ciencia, tecnología e innovación por sectores y regiones” (fracción III Bis artículo 21).
En conjunto, las tres modificaciones, como también ya lo habíamos hecho notar, buscan elevar a rango de ley la idea de políticas de largo plazo para la actividad científica y tecnológica. Una práctica que comenzó a ponerse en operación al inicio de la década pasada, específicamente en el programa sectorial de la administración de Vicente Fox.
El caso es que la más reciente modificación a la normatividad científica y tecnológica era una iniciativa relativamente sencilla, en la que no parecía haber mayor desacuerdo. De hecho, en la sesión de la cámara de diputados en la que se aprobó, en diciembre pasado, no hubo oradores a favor ni en contra, simplemente se presentó el dictamen, 302 diputados votaron a favor y quedó aprobada (02/12/2010).
Sin embargo, a pesar de que se trataba de una reforma sencilla, el recorrido completo del trabajo legislativo llevó prácticamente dos años. Desde que fue presentada en febrero del 2009 en el Senado, como cámara de origen, hasta que fue aprobada en diciembre pasado.
En esta ocasión, la publicación del decreto fue relativamente rápida, casi un par de meses, aunque, en realidad, la rapidez o demora son responsabilidad del ejecutivo federal, no de los diputados. La importancia del decreto es que indica la entrada en vigor del ordenamiento legal, así que mientras no se publique una reforma será como si no existiera.
Por ejemplo, la adición del artículo 9 bis de la ley de ciencia y tecnología en el 2004 demoró casi medio año para que se publicara. Esta reforma fue la que mandató destinar uno por ciento respecto al PIB para el sector. Lo notable del caso es que el anuncio de su entrada en vigor tampoco asegura nada, porque el decreto del 2004 apareció en el Diario Oficial y de todas formas ni antes ni ahora se ha cumplido.
Entonces, si las reformas que no ameritan mayor debate ni desencuentros entre las fracciones parlamentarias tienen un dilatado proceso legislativo para su aprobación y luego, una vez entradas en vigor, nada asegura que se cumplan, todo resulta más bien frustrante y poco promisorio.
Ni hablar de las grandes reformas, del interés de los legisladores por el desarrollo del país o de su capacidad de anticipación. Seguramente, existen legisladores responsables, eficientes y preocupados por desempeñar bien su trabajo, pero la imagen del conjunto es francamente deplorable. Desde hace años, en el Congreso se busca instaurar medidas internas para controlar lo elemental de su actividad: su asistencia, su permanencia en la sesión y la emisión de su voto. Pero no, ni siquiera eso. No se diga documentarse, debatir, subir a tribuna y cumplir satisfactoriamente con sus responsabilidades.
Es la misma historia cada fin de periodo o de legislatura: inasistencias injustificadas, dispendio de recursos financieros, rezago de dictámenes, acumulación de iniciativas, o informes fallidos, episodios pendencieros. Y también el cuento de inicio de periodo: reuniones en lugares paradisíacos para formular una improbable agenda legislativa, impulso a las mejores iniciativas, acuerdos por “el México que queremos”, etcétera. Ajá. Lo grave es que los encargados de elaborar la norma son los primeros en quebrantarla.
No es gratuito que, año tras año, los diputados y los partidos políticos ocupen el lugar más bajo en lo que a confianza de los ciudadanos se refiere. Un merecido e inmejorable lugar.
(Publicado en Campus Milenio No. 402. Febrero 10, 2011)
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