Alejandro Canales
UNAM-IISUE/SES
Twitter: @canalesa99
En la región, la docencia, la
investigación y la extensión han sido consideradas las funciones sustantivas de
la universidad. Sin embargo, en las décadas recientes, la discusión pública y
la formulación de propuestas se ha concentrado más bien en las dos primeras,
soslayando o subestimando la tercera función. No siempre fue así y tal vez va
siendo hora de volver a discutir el papel de la extensión.
Ciertamente, buena parte del
interés público sobre la educación superior, en México y en América Latina, se
dirige a tratar de buscar y ofrecer alternativas a los problemas de cobertura y
calidad en este nivel. Y sí, no hay duda, ampliar las oportunidades educativas
de calidad para un mayor número de jóvenes sigue siendo un asunto elemental. En
la región, el promedio de cobertura para el grupo de edad es de alrededor del
45 por ciento. No obstante, hay varios países que están abajo de ese promedio
(México, por ejemplo, tiene menos del 40 por ciento) y otros que lo superan
claramente (Brasil o Argentina).
Otra parte del debate intenta dirimir
cuál podría ser el modelo universitario a seguir: uno, centrado
fundamentalmente en la educación profesionalizante; otro, orientado a la
producción de conocimiento; o bien, otro que equilibre los dos anteriores,
aunque sin mucha fortuna. Las opciones han dependido de la estructura de
incentivos puestos por la política pública. Sin embargo, ha sido relativamente
claro que solamente una parte muy reducida de instituciones pueden optar por un
modelo orientado por la investigación.
En las propuestas que se
formulan, sea para expandir la cobertura o para decidir sobre el modelo de
referencia, pocas veces, muy pocas veces, figura la tercera función
universitaria. Generalmente asociada a la extensión o difusión de la cultura,
entendida como llevar el conocimiento o las actividades culturales a una
población más amplia, particularmente la que no ha tenido oportunidad de
ingresar a la educación superior. Pero, si es el caso, generalmente se reserva
para unas cuantas instituciones, las más consolidadas del conjunto del sistema.
El origen de la extensión
universitaria en la región, como lo dice Carlos Tunnermann, puede situarse en
el movimiento reformista de Córdoba en 1918 –ese que en este año cumple un
siglo--, porque ahí se realizó el primer cuestionamiento serio a la universidad
latinoamericana tradicional y comenzó la preocupación por extender la acción
universitaria más allá de los marcos institucionales (El nuevo concepto de extensión universitaria y difusión cultural y su
relación con las políticas de desarrollo cultural en América Latina).
En el famoso y multicitado
Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de junio de 1918 quedó anotado:
“Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la
renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y -lo que es peor aún- el lugar en donde todas las
formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara.
Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades
decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad
senil”.
No solamente las universidades buscaron salir de sus umbrales
institucionales. El origen del Colegio Nacional en México, al comienzo de los años
cuarenta, también tuvo un propósito fundamentalmente de divulgación. Según su
decreto de creación, personalidades de la filosofía, las ciencias y las artes
debían estar en contacto con “aquellos hombres que en virtud de las actividades
a que fundamentalmente dedican su existencia,
quedan impedidos de concurrir a
los centros escolares en que normalmente se imparten estas enseñanzas, o bien
con quienes, ya iniciados en ciertas disciplinas buscan su perfeccionamiento” (Diario Oficial de la Federación 13.05.1943: 7).
El tiempo ha pasado desde el movimiento reformista de Córdoba y la
creación del Colegio Nacional. Entre otros muchos cambios: las instituciones educativas
se han multiplicado, pero han perdido su lugar privilegiado como fuente de conocimiento;
la cobertura de la educación superior se ha ampliado, aunque de forma desigual;
la formación definitiva ha dado paso a la educación a lo largo de la vida; la
estructura de incentivos para las instituciones se ha modificado; la
información y el conocimiento se han acumulado exponencialmente; y una
revolución informática y dispositivos tecnológicos también han ingresado en las
aulas. ¿La extensión universitaria tendría que volver a replantearse?
Probablemente.
La Unión
Latinoamericana de Extensión Universitaria, en febrero de este año y en
anticipación a la conmemoración del movimiento reformista de Córdoba, declaró
que: “Es la hora de
seguir consolidando la Extensión como una forma de aprender, enseñar,
investigar y producir conocimiento. Es la hora de vincular profundamente a
estudiantes y docentes y a nuestras universidades como un todo, con los
procesos de transformación democrática y solidaria de nuestras sociedades
latinoamericanas” (uleu.org).
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