Alejandro
Canales
UNAM-IISUE/SES
Twitter:
@canalesa99
(Publicado en
Campus Milenio. No. 737. Enero 11, 2018. Pág. 5)
El año pasado,
el 19 de diciembre, cerró con la publicación del “Informe general del estado
general de la ciencia, la tecnología y la innovación 2016”. En el sector, es un
documento que debe emitirse puntualmente año con año para reportar las
principales acciones en la materia. Desafortunadamente, por diferentes
circunstancias, los plazos de su publicación se alteraron desde el segundo año
de esta administración. El retraso y la anomalía en sus datos ya no parecen una
excepción. No debiéramos aceptarlo.
De hecho, el
año pasado, seguramente para reparar la demora, se emitieron dos informes: en
agosto el correspondiente a 2015 y en diciembre el de 2016. La actualización no
está mal, nada mal, sobre todo cuando ya estamos en la recta final del periodo
de gestión. Claro, ahora, hacia el final de la administración, otra vez tocará
doble: el que reportará logros de 2017 y el ejercicio que está en curso. ¿O nada
más uno? ¿Ni uno ni otro?
En el mar de
noticias, datos y cifras que cotidianamente emiten las oficinas
gubernamentales, los informes ya nos parecen desdeñables. No lo son. En primer
lugar, porque son la fuente oficial, primaria, válida y reconocida, de las acciones
de gobierno y sus resultados. En segundo lugar, porque se supone que son
reportes desagregados, confiables y sistemáticos del cúmulo de iniciativas
puestas en marcha. En tercer lugar, y más importante, porque es la forma
elemental de rendir cuentas de quien tiene una responsabilidad pública,
prevista casi en cualquier normatividad.
El titular del
ejecutivo federal está obligado a presentar un informe anual del estado que
guarda la administración pública. Ya no es necesario que el presidente de la República
acuda personalmente a exponerlo ante el Congreso, como ocurría apenas dos
administraciones anteriores. Con la reforma al artículo 69 constitucional, ahora
es suficiente con que lo haga llegar por escrito. Pero la entrega es
ineludible.
¿Las dependencias también deben
rendir un informe? Sí, desde luego. El artículo10 de la ley de ciencia y
tecnología dice claramente que el titular de Conacyt, en su carácter de
secretario ejecutivo del Consejo General, debe formular y presentar “El
informe general anual acerca del estado que guarda la ciencia, la tecnología y
la innovación en México, así como el informe anual de evaluación del programa
especial y los programas específicos prioritarios...”
Entonces: ¿quién nutre de información a quién? Lo
lógico sería que el documento global, el que presenta anualmente el presidente
de la República, fuera elaborado con los insumos que le hacen llegar las
diferentes dependencias gubernamentales. Esa sería el mecanismo para los
grandes e imprescindibles trazos. Sin embargo, lo paradójico es que el primero
sí aparece en tiempo y forma, los segundos no. Así que el camino inverso, o al
menos a la mitad entre uno y otro, podría ser factible.
Pongamos por caso el objetivo más general e
importante del sector: contribuir a que la inversión nacional en investigación
científica y desarrollo tecnológico alcance un nivel del uno por ciento del
PIB. No es necesario insistir que, ya lo hemos dicho en diferentes y muy
variadas ocasiones, se trata del indicador de Gasto en Investigación y Desarrollo
Experimental (GIDE).
El informe de
gobierno de 2017 precisó que: “el promedio anual de la proporción GIDE/PIB es de 0.52 por ciento, superior en tres
centésimas porcentuales al promedio de
acumulado de 2007-2011 y 14 centésimas porcentuales más respecto a
2001-2005” (p.352). Es cierto, visto así, el promedio es superior, al presentado
en las dos administraciones anteriores. No obstante, como también se muestra en
el mismo documento y en sus anexos, el indicador para 2017 está en 0.50,
precisamente a la mitad de lo que debía alcanzar en este año.
Por su parte, en el informe general de Conacyt, quedó
anotado: “El indicador ha mantenido un
comportamiento histórico descendente a partir de 2015, donde el resultado fue
de 0.53 por ciento, en 2016 el valor del indicador es de 0.50 por ciento, lo
cual representa una reducción de 5.7 por ciento” (p. 148).
Aparentemente, salvo porque en el
reporte de Conacyt se asume claramente el descenso, se trata de la misma
situación y las cifras son iguales. No es así. La proporción del GIDE para 2016
y 2017 es la misma (0.50). No tendría nada de raro excepto que en los anexos
estadísticos dice que es de 0.51 por
ciento del PIB. La diferencia, dirán algunos, es completamente mínima e
insignificante. No lo es, pueden ser cientos o miles de millones de pesos. Pero
digamos que así fuera, la cosa es que se trata de documentos oficiales que derivan
uno del otro, casi se empalmaron en el tiempo y aún así difieren.
Una de las posibles razones para la diferencia
es que la fuente para calcular el GIDE depende de una encuesta bienal, realizada
por el Inegi a solicitud de Conacyt: la ESIDET. El asunto es que los datos de
la encuesta del 2014 no están disponibles y al parecer esperarán los resultados
de 2016, así que son meras estimaciones. Eso.
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