Ayotzinapa: punto de inflexión
Alejandro Canales
UNAM-IISUE/SES
canalesa@unam.mx Twitter: @canalesa99
Lo ocurrido
con los estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa muestra
claramente el momento de crisis en el que nos encontramos. No sólo es un hecho sumamente
lamentable o la situación crítica de la entidad federativa, la institución
educativa o incluso la insostenible ausencia de seguridad pública, es el panóptico
por el que vemos la cara de la desigualdad social en el país, la indolencia, la
impunidad y la ausencia de responsabilidad pública.
Un mes después
no se conocen los detalles de lo ocurrido el 26 de septiembre en Iguala,
Guerrero, lo que existe son fragmentos de testimonios, algunas hipótesis sobre
lo que realmente ocurrió y múltiples conjeturas. Sin embargo, lo cierto es que no
sabemos en dónde están los 43 estudiantes de la Escuela Normal que
desaparecieron en esa fecha y menos la autoridad local encargada de la
seguridad pública.
Hoy nos
enteramos que el presidente municipal, el encargado del interés público en la
localidad, y su cuerpo de seguridad, eran parte de la misma delincuencia más
que del servicio y gobierno. Una confusión entre autoridades y delincuentes que
no se sabe bien a bien quién es quién.
Tal vez ese es
uno de los principales problemas: los servidores públicos no son tales, aunque
con sus excepciones, prácticamente en todos los niveles y en múltiples ámbitos
los funcionarios son unos depredadores. La Constitución de 1917, en su título
cuarto, estableció claramente las responsabilidades de los funcionarios
públicos en el desempeño de sus funciones, pero hoy, casi un siglo después, los
servidores públicos lejos de apegarse a los preceptos constitucionales, han
abdicado de lo que constituye su razón de ser.
En la Constitución
actual, en el mismo título cuarto, con las reformas de 1982, en el artículo 108
quedó establecido que serian considerados como servidores públicos todos los
representantes de elección popular, lo mismo que los miembros del poder
judicial federal, del poder judicial del Distrito Federal, los del Congreso de
la Unión, de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal o de la administración
pública federal. Una responsabilidad por “los actos u omisiones que incurran en
el desempeño de sus respectivas funciones”.
La reforma
constitucional de diciembre de 1982 se dio a los pocos días de que asumió el
cargo como presidente Miguel de la Madrid Hurtado, precisamente después de los
escándalos por los inocultables y fastuosos gustos y bienes del entonces jefe
de la policía capitalina, la crisis de seguridad pública que provocó, las
especulaciones por los nexos con la delincuencia y su relación con el ex
presidente José López Portillo.
No obstante, la
“renovación moral” de los servidores públicos duró lo que dura el invierno. Una
vez que se apaciguaron las conciencias, disminuyeron las críticas, se
confiscaron los bienes mal habidos y la tinta de la reforma constitucional se
secó, los funcionarios volvieron a lo que mejor sabían hacer. No, la corrupción
no es patrimonio nacional ni un asunto cultural, es un tema de impunidad y de
instituciones.
Mientras las
tropelías de los servidores públicos queden impunes, como hemos presenciado una
y otra vez, en un escala y en otra, en cualquier entidad federativa y bajo las
diferentes fuerzas políticas, muy difícilmente tendremos resultados diferentes.
También mientras persista la confusión entre delincuentes y funcionarios
públicos o si el cálculo es que las posibilidades de ser sancionados es mínima
o remota.
El otro tema
es el propiamente educativo. Es paradójico que cuando la gran reforma educativa
quedó aprobada, la de los acuerdos, las negociaciones y la persuasión en las
élites, la que solamente espera desdoblarse en el complejo sistema educativo,
ahora resulta que su base comienza a mostrar fisuras, no toca a los últimos eslabones
de la cadena y sus supuestos beneficiarios no se sienten como tales.
Es Guerrero
con sus indicadores de rezago y son las normales rurales olvidadas, pero podría
ser y son otras entidades, otros niveles educativos y otros temas, porque lo
que está en el fondo es la persistente desigualdad social y la impunidad. Es un
Estado que ha fallado en su responsabilidad elemental de seguridad pública y
bienestar social.
Ojalá que el
caso de Ayotzinapa sea el punto de inflexión para revertir la impunidad y
atender los graves rezagos sociales.
(Publicado en
Campus Milenio No. 581. Octubre 23, 2014, p.5)
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