Alejandro Canales
UNAM-IISUE/SES
Twitter: canalesa99
(Publicado en Campus Milenio No. 753. Mayo 10, 2018. Pág. 5)
Es posible que la educación
superior en México esté en el horizonte de una buena parte de los ciudadanos,
pero seguramente no figura entre sus principales preocupaciones. En estas
últimas, más bien, aparece el asedio de la inseguridad, el insufrible transporte
público, lo azaroso de los ingresos, la estabilidad en el empleo o la
corrupción. El tema tampoco es motivo de particular atención por parte de los
actuales candidatos a la presidencia de la República. No debiera ser así.
Por una parte, la sociedad en
general está más pendiente de lo que ocurre en la educación elemental y la
media superior. Pareciera como si las expectativas se cumplieran si los adolescentes
concluyen satisfactoriamente la educación secundaria e incluso se sobrepasaran si logran ingresar a la media superior. Es una especie de
resignación colectiva ante la inexorable operación del sistema educativo. Por
otra parte, los aspirantes a la presidencia están por tomar posición sobre la
reforma educativa que se puso en marcha en esta administración y el sistema de
evaluación de los profesores, es lo visible y es sobre lo que se les exigen
definición. Lo demás será lo de menos.
Después de todo, estas
inclinaciones revelan la demografía y la morfología de nuestro sistema
educativo: un sistema sumamente piramidal. Actualmente, en todos los niveles,
están matriculados 34.7 millones de niños y jóvenes. De ese total, el 75 por
ciento está en la educación básica y el porcentaje alcanza el 89 por ciento si
le sumamos la media superior. O sea, el mayor bloque lo constituye la educación
básica, pero no es solamente que sea la base de la escalera curricular. No. La
secundaria o la media superior, para muchos, es el último peldaño de su
formación escolar y de su vida en las aulas.
Pese a los esfuerzos de las
últimas dos décadas, la educación superior sigue siendo un asunto de pocos, de
muy pocos. En valores absolutos, el volumen total de la matrícula de
licenciatura universitaria y tecnológica suman 3.4 millones, la cifra no parece
desdeñable. Sin embargo, frente a la matricula total del sistema educativo, la
población en México o el grupo de edad, los números sí son muy menores.
Solamente considérese que en las aulas universitarias apenas está un tercio de
los jóvenes que tienen la edad para cursar esos estudios. Ni hablar de
posgrado.
El problema de las oportunidades
educativas en el nivel superior, como lo más elemental y visible, no es
reciente. Desde fines de los años ochenta y especialmente en los noventa se hizo
notar, pero tal parece que quedó opacado por otros problemas o por las
posiciones que adoptaron los tomadores de decisión. Tal vez usted recuerda la
discusión que provocó la publicación de un documento del Banco Mundial (Higher Education: Lessons from Experience,
1994), cuando la influencia del organismo parecía inescapable. Ahí sugirió:
mejorar la calidad en una época de restricciones fiscales y menor gasto por
alumno; y concentrarse en educación básica, porque sus tasas de rendimiento
social eran más elevadas y tenían mayor impacto para abatir la pobreza, en
comparación con la educación superior.
Al final de los años noventa vino
una especie de rectificación del mismo organismo en un siguiente documento (Peril and Promise: Higher Education in Developing Countries, 2000), en el que llamó la atención por
la escasa prioridad que se le concedía a la educación superior y anotaba: “Los
análisis económicos estrechos –y desde nuestro punto de vista erróneos— han
contribuido a la visión de que la inversión pública en universidades y colleges tienen menores tasas de
retorno, comparadas con las de escuelas primarias y secundarias, y de que la
educación superior incrementa la inequidad en el ingreso”.
Ahora, casi dos décadas después, para
empezar no solamente tenemos el problema de ampliar con mayor vigor el acceso a
la educación superior, también tendríamos que resolver las graves asimetrías de
calidad de los circuitos escolares, las lastimosas disparidades regionales e
institucionales, así como la regulación y los modelos de referencia para el
subsistema. Porque si bien en estos años la matrícula del nivel se ha expandido
(al comienzo de los años 2000 la tasa bruta de escolarización era de 19 por
ciento del grupo de edad), no ha sido en los ritmos que habrían sido deseables
ni de la misma forma para todos los grupos sociales.
La Asociación Nacional de
Universidades e Instituciones de Educación Superior (Anuies), la organización más
importante de directivos de este nivel educativo, y como lo ha hecho en
ocasiones anteriores, convocó a los actuales candidatos presidenciales para que
expresaran sus planteamientos en la materia y la organización, a su vez, les
entregó un documento de propuestas (Visión
y acción 2030. Propuesta de la Anuies para renovar la educación superior).
El único candidato que no asistió
fue Andrés Manuel López Obrador, por problemas de agenda, dijeron de su
oficina. Es, precisamente, el aspirante que está arriba en las encuestas y que,
al menos por ahora, tiene las mayores probabilidades de ganar las elecciones.
Lo preocupante es que también se trata del candidato que ha formulado las
propuestas más imprecisas y más polémicas sobre educación superior.
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