Alejandro Canales
UNAM-IISUE/PUEES
Twitter @canalesa99
(Publicado en Campus Milenio. No. 864. Agosto 27, 2019)
Tal vez, en las actuales
circunstancias, resulta anticlimático preguntar por el plan para el terreno
educativo. No el inmediato. Porque el gobierno, ocupado como está en sortear el
atípico inicio del ciclo escolar fuera de las aulas y sentar frente a las
pantallas de televisión a cerca de 30 millones de niños y jóvenes, por ahora no
parece darse espacio para planear lo que vendrá después y lo que piensa lograr
en su gestión.
¿Y si el después es trastocado
completamente por lo que está ocurriendo ahora? ¿Qué tanto se prolongarán las
condiciones bajo las cuales opera la impartición de clases en el presente? ¿No
valdría la pena discutir y armar un plan b? Los escenarios más probables prevén
la prolongación del distanciamiento social y un cuasi confinamiento hasta que
exista un medicamento plenamente efectivo o la disposición universal de una
vacuna. Lo segundo podría ocurrir en los primeros meses del año próximo.
Para el sistema escolar implica básicamente
la continuidad de la educación a distancia y en algunos casos, principalmente en
instituciones de educación superior y según autorización del sistema de salud,
un modelo que podría combinar la educación presencial y a distancia. Así que el
retorno a las aulas será muy gradual, secuencial y en bajas proporciones.
Sin embargo, todavía no sabemos
el tiempo que llevará. Tampoco anticipamos sus efectos a lo largo del tiempo. Es
más, ni siquiera sabemos algo tan elemental cómo el cierre del ciclo escolar
anterior, el aprovechamiento que hubo y por ahora desconocemos cuántos niños y
jóvenes retornaron a clase a través de las pantallas de televisión.
Ningún sistema escolar en el
mundo estaba preparado para lidiar con la pandemia, aunque la línea base de
infraestructura, el volumen de matrícula, formas de participación, esquemas de organización
institucional, tipos de sostenimiento y capacidad de reacción, marcan toda la diferencia
para hacerle frente a la contingencia.
La distancia que media entre un
plan para conducir el sistema educativo y lo que ocurrirá en la realidad de ese
mismo sistema siempre es variable. Algunas veces guarda una relación más o
menos estrecha, otras veces tiende a apartarse, pero nunca es coincidente del
todo. Un ejemplo es lo que ha ocurrido en educación y los programas sectoriales
de distintos gobiernos.
El actual gobierno federal se ha
mostrado especialmente reacio a rectificar sus decisiones y ni hablar de
modificar sus prioridades. En el sector educativo se ha dado por satisfecho con
su amplio programa de becas, suprimir la reforma educativa del sexenio anterior
e instalar la gratuidad y obligatoriedad de la educación superior en la letra
de la Constitución. No es poco. Pero de poco sirven en el inestimable periodo
de contingencia que atraviesa el sistema educativo y esos logros se sostendrán
mientras alcancen los recursos financieros.
Tampoco sirve de gran cosa el
Programa Sectorial de Educación 2020-2024. A pesar de la demora de medio año para
su presentación pública --un retraso que es previo al inicio nacional del brote
epidémico--, no tuvo cupo para mencionar la pandemia. En el terreno educativo,
como en otras áreas de la administración pública, la impresión que arroja es la
voluntad de sostener a toda costa los proyectos iniciales; la planeación
burocrática y lo demás puede seguir en la inercia de siempre.
Pero ¿no sería lo mejor contar
con un plan b que permitiera superar la adversidad del presente y marcar una
diferencia de logro en el periodo? El acuerdo con la televisoras privadas para
llevar el servicio educativo a los hogares está bien, algo similar al acuerdo
con los hospitales privados para la atención del Covid-19, pero esa medida pasa
por alto que con esa tecnología los niños y adolescentes en condiciones más
desfavorables serán los de menores oportunidades educativas y resultarán con
mayor déficit de aprendizaje. Sí, ese grupo de población que aparece como
prioridad en el discurso gubernamental.
No siempre se puede lo más deseable.
Sin embargo, lo peor que puede ocurrir es intentar soluciones que no tienen bien
identificado el problema o persiguen el objetivo equivocado. En el escenario
actual existen dos componentes básicos para un plan. Uno comprende un
dispositivo tecnológico con conexión a Internet, digitalización de materiales
educativos pertinentes y su aseguramiento para los estudiantes de menores recursos.
No sería difícil logarlo.
El otro es la intervención de
padres de familia y maestros. No habrá plan que funcione sin unos y otros. El
gobierno federal ha expresado su preferencia por el trato directo con
beneficiarios, por asumir la última palabra en las decisiones y una franca incomodidad
con los organismos intermedios. No obstante, sería momento repensar los
esquemas de participación de los padres y sumar el esfuerzo de los profesores.
No los podrá sustituir la TV.
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