jueves, 11 de febrero de 2010

EVALUACIÓN: DOS DÉCADAS DE EXPERIMENTACIÓN

En octubre del año pasado se cumplieron veinte años de la puesta en marcha de la política de evaluación en el sistema educativo nacional, iniciativa que se planteó en el programa sectorial de ese periodo. En aquel entonces, al final de los años ochenta, cuando las dificultades económicas fueron el signo distintivo de esa década y lo peor de la crisis parecía haber quedado atrás; un nuevo ciclo de políticas estaba por instaurarse. Los términos de crisis, calidad, rendición de cuentas, competencia, globalización, eficacia y modernización, entre otros, colmaron el discurso, el análisis y la agenda de aquellos años. Pero los más relevantes, sin duda, fueron la evaluación y el financiamiento. La primera como política que permitiría alcanzar las aspiraciones de mejora educativa y establecer nuevas reglas de entendimiento entre el Estado y el sistema educativo: en adelante, tanto agentes como instituciones estarían sujetas a evaluación, a un escrutinio público y tendrían que justificarse con base en resultados. La iniciativa correspondía al amplio movimiento de evaluación que se había registrado unos años antes en Europa occidental y que había dado lugar al llamado ascenso del Estado evaluador. En América Latina, después de la década perdida de los años ochenta, la evaluación estaba tocando a la puerta y poco a poco se fue instaurando en los diferentes países. Desde ese entonces se hizo notar que se trataba de una evaluación diferente a la que era rutinaria y consustancial a los sistemas educativos, la que estaba en marcha tenía un propósito estratégico, de reorientación del sistema. El segundo, el financiamiento, fue el instrumento que permitió el ingreso de la evaluación en el sistema y en las instituciones. Después de una prolongada escasez de fondos públicos derivada de la crisis económica de los ochentas, la posibilidad de contar con recursos financieros, aunque estuvieran asociados a una valoración del rendimiento, venció cualquier resistencia a las nuevas medidas. Así, en los años siguientes, se afinaron los mecanismos y se expandió su alcance: todos, agentes, niveles e instituciones quedaron bajo nuevas reglas de juego.

Actualmente, lo más evidente es que no fue una iniciativa coyuntural que se abandonara con el cambio de administración o al poco tiempo. Por el contrario, la evaluación cada vez se fue haciendo más compleja y sofisticada. Hoy, con sus dificultades y sus críticas, es parte de la operación regular del sistema educativo, de las instituciones y de la vida cotidiana de profesores y alumnos. La llamada evaluación estratégica se ha superpuesto a la evaluación rutinaria y ha montado un complicado dispositivo de mecanismos, programas y equilibrios en las dos décadas que lleva en operación. Las opiniones se dividen sobre los resultados que ha producido. En uno de los extremos se destacan sus bondades, como el hecho de que puso freno al deterioro de la educación, a la ausencia de rendición de cuentas del sistema educativo y al nuevo tipo de relación con el Estado; aunque también se indica que si no ha producido todo lo que cabría esperar de ella es porque ha sido cooptada por los destinatarios. En el otro extremo se hace notar la perversión que ha provocado la asociación de recursos financieros al desempeño, la gran simulación que ha provocado en todo el sistema educativo, la vulnerabilidad de la autonomía de los recintos educativos y la ausencia de mejora de la calidad de la educación. Probablemente, como casi siempre ocurre, habrá parte de razón en uno y en otro extremo. Sin embargo, lo cierto es que, tras dos décadas de experimentación con la evaluación, persiste la idea de instaurar un auténtico sistema nacional de evaluación y la mejora de la educación no es evidente.

La modernización
Hace 20 años, el Programa para la Modernización Educativa 1989-1994 (PME) planteó la evaluación como tema dominante y como estrategia principal, aunque solamente enunció los lineamientos generales, el detalle de las acciones vendría después. En el capítulo dedicado a la educación superior, el programa destacó que el propósito de la modernización en este nivel era apoyar las acciones para que las instituciones pudieran cumplir mejor sus fines, vinculando sus actividades a los requerimientos del desarrollo nacional; así como concertar políticas comunes para la atención de la demanda educativa; “impulsar la evaluación de su trabajo para emprender la reorientación interna y la racionalización que correspondan; y responder a las exigencias del desarrollo científico, tecnológico y social”.

Tanto para la educación superior tecnológica como para la universitaria, el programa anotó que se establecerían mecanismos internos de evaluación y reordenación institucional. En el caso de las instituciones universitarias, cuyo régimen de autonomía le impide al gobierno dictar las formas de conducción, el programa destacó que los planteamientos se hacían “con absoluto respeto a la naturaleza jurídica de cada institución” (p. 143). No obstante, indicó que se impulsaría un proceso nacional de evaluación del sistema de educación superior, con el fin de determinar sus niveles de rendimiento, productividad, eficiencia y calidad. Tal proceso, precisó, lo conduciría técnicamente una comisión nacional de evaluación de la educación superior, una instancia creada en el seno de la Coordinación para la Planeación de la Educación Superior (Conpes). La instancia sería conocida posteriormente como la Conaeva. Incluso, se propuso metas a cumplir en 1989, el mismo año en el que se publicó el programa sectorial: instalar la comisión nacional de evaluación; reinstalar los consejos regionales de planeación de la educación superior; e incorporar a las universidades, mediante el servicio social, a las actividades del Pronasol.

Efectivamente, en 1989 se pusieron en marcha los diferentes organismos, la Conaeva estableció los grandes lineamientos y en los años siguientes se fueron estableciendo los diferentes niveles y modalidades de evaluación. En general, los lineamientos derivaron en tres escalas: 1) la autoevaluación, dependiente de las propias instituciones, un ejercicio heterogéneo que se llevó a cabo entre 1990 y 1991, mediante el cual se generaron reportes en cada institución y se presentó un plan de mejora; el incentivo era que los planes podían recibir financiamiento. Este tipo de evaluación fue la base de los llamados Programas Integrales de Fortalecimiento Institucional. 2) La evaluación global del sistema, a cargo de grupos de expertos; el mayor estudio de este tipo fue el que realizó la OCDE sobre la política de educación superior entre 1994 y 1997; y 3) la evaluación interinstitucional de programas académicos, un esquema basado en la evaluación de pares y que dio lugar a la creación de los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior (CIEES) en 1991. Las funciones de estos comités, según los lineamientos de la Conaeva serían realizar una evaluación diagnóstica de los programas, acreditarlos, dictaminar proyectos y asesorar a las instituciones de educación superior. Sin embargo, desde su constitución, los comités se limitaron solamente al diagnóstico de los programas y no realizaron ninguna certificación, al parecer para reunir mayor evidencia e información complementaria, aunque esta función fue desempeñada, posteriormente, por medio de otro organismo: el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (Copaes). Este consejo fue creado en el 2000 y es, en realidad, un acreditador de acreditadores, porque su función es regular los procesos de acreditación y, básicamente, asegurar la capacidad de las diferentes organizaciones que se dedican a acreditar, usualmente gremios agrupados en colegios y academias.

Una escala más de evaluación que también implicó un cambio profundo en la actividad cotidiana de las instituciones y de sus agentes, pero cuyos lineamientos no fueron establecidos por la Conaeva, fue la valoración del desempeño individual. El programa se anunció hace exactamente 20 años, en febrero de 1990, y aunque estaba el antecedente del Sistema Nacional de Investigadores y el esquema de incentivos de la Universidad Autónoma Metropolitana, por primera vez se ponía en marcha, a nivel nacional, una iniciativa de evaluación del rendimiento individual y se daba paso a la deshomologación.

El programa, oficialmente, se denominó “Beca al Desempeño. Sin embargo, dado que fueron las propias instituciones quienes se encargaron de ponerlo en marcha, le asignaron diferentes nombres e informalmente se le conoció de múltiples maneras (tortibonos, pilones, estímulos, etcétera). No obstante, en todos los casos, el rasgo distintivo fue el otorgamiento de un incentivo económico, previa evaluación del desempeño. Inicialmente solamente estaban considerados los profesores de carrera de tiempo completo y con un perfil más cercano a la actividad de investigación, pero posteriormente se incluyeron otras figuras y se valoraron otras actividades. Se expandió prácticamente en todas las instituciones y actualmente la mayor proporción de profesores del sistema de educación superior es beneficiaria del programa, aunque con diferencias importantes por institución o sectores de institución.

Aparte de las cuatro modalidades de evaluación, también fue creado el Centro Nacional de Evaluación (Ceneval) en 1994. Un organismo con el régimen de asociación civil, cuya principal función es la elaboración y aplicación de exámenes generales, estandarizados, nacionales, para la educación media superior y superior, independientes de los que realizan las propias instituciones. El objetivo, según el propio Ceneval, es valorar el nivel de aprendizaje de los jóvenes de estos niveles educativos. Al comienzo su actividad se concentró en la aplicación de exámenes a los aspirantes a ingresar a la educación superior y a los egresados de la licenciatura, pero poco a poco se fue diversificando a otras modalidades. Actualmente, incluye prácticamente todos los niveles (incluido el posgrado) y todas las modalidades.

Como se podrá apreciar, las mayores iniciativas de evaluación se pusieron en marcha en los años noventa, en el contexto de la política de modernización, aunque también se fueron ajustando, cambiando de nombre o añadiéndose otras a lo largo del tiempo y hasta fecha reciente. En conjunto, son los principales elementos del sistema de evaluación de la educación superior, aunque no constituyen plenamente un sistema ni tampoco han logrado los resultados que se proponían.

Los pendientes
El actual sistema de educación superior, sin duda, es muy diferente al que prevalecía hace dos décadas. No solamente porque es más grande, su cobertura es mayor y está más diversificado, principalmente porque cambió el tipo de relación que sostenía con el Estado. Actualmente, a diferencia del pasado, la rendición de cuentas en las universidades, con las salvedades y las dificultades que se puedan indicar, es una práctica instalada en la mayoría de las instituciones. Si antes la justificación con base en resultados era la excepción, hoy es la regla. La evaluación con fines de reordenamiento y asociada a recursos financieros, externa o interna, institucional o individual, era impensable en los marcos institucionales anteriores a los años noventa, pero hoy es al contrario: difícil pensar en el funcionamiento institucional sin la carta de navegación de la evaluación. La evaluación, en sus diferentes versiones y escalas, quedó incrustada en el sistema de educación superior.

Desde la perspectiva gubernamental, los diferentes componentes de la evaluación que se han puesto en marcha en los últimos 20 años han sido convergentes: establecer nuevas reglas del juego en el sistema que revirtieron una situación insostenible y la búsqueda de la mejora de la calidad educativa. En lo que concierne al tipo de relación entre el sistema de educación superior y el Estado, no cabe duda que en definitiva cambió de términos; ahora son otros los códigos, las prácticas y las exigencias hacia las instituciones educativas. En cuanto a la mejora, el panorama es menos nítido. Los indicadores positivos de las últimas dos décadas se han movido al alza: la cobertura casi aumentó diez puntos porcentuales; la matrícula agregó 1.5 millones más de alumnos; las plazas de maestros casi se duplicaron; se instauraron los fondos competitivos; el tiempo de dedicación y el nivel de escolaridad del profesorado se incremento notablemente; la eficiencia terminal mejoró ligeramente; un número creciente de programas de estudio han sido acreditados; el número de libros, proyectos y artículos siguió en aumento, por ejemplo. A su vez, los índices de reprobación y deserción han descendido lentamente. Pareciera que, efectivamente, la situación ha mejorado sensiblemente. El asunto es que, por un lado, el movimiento de los indicadores solamente mostraría que el esfuerzo de las dos décadas anteriores, ha llevado a establecer una mayor homogeneidad en el sistema y una nueva línea base de la cual partir, pero probablemente no ha logrado la prometida mejora de la calidad educativa en sí. Fundamentalmente porque todavía no se ha dirigido a la enseñanza y el aprendizaje en sí mismos, sino a algunos factores que están relacionados. Es importante un mayor tiempo de dedicación del profesorado o que alcancen el doctorado, pero eso no se traduce directamente en un mejor aprendizaje de los alumnos. Si las prácticas de enseñanza, la vida en las aulas y los recursos a disposición del aprendizaje no se han modificado, es poco probable que exista un mejor aprovechamiento y capacidad de los alumnos. Por otro lado, uno de los argumentos más reiterados sobre los resultados de la política de evaluación es que, si bien ha logrado un aumento en las cifras y cantidades, cualitativamente no ha representado una mejora en la educación y en el desempeño del personal. Al contrario, los numerosos dispositivos y programas en operación, han provocado una simulación, una fragmentación y un deterioro de la actividad académica.

Después de 20 años, parece difícil dar marcha atrás a las reglas impuestas de la evaluación y tampoco sería apropiado que las instituciones educativas se negaran a rendir cuentas, a cumplir sus tareas o a mejorar la calidad de la educación. Sin embargo, también es cierto que la alta variabilidad del actual esquema de evaluación tiene problemas que habrá que resolver.

A la fecha, todavía está por instalarse un verdadero sistema de evaluación de la educación superior. El mismo programa sectorial de la actual administración tiene entre sus objetivos, “articular y consolidar el Sistema de Evaluación, Acreditación y Certificación y sus organismos especializados” (p.59). Obviamente, con el seguimiento de las líneas estratégicas de hace dos décadas; no parece cuestionarse lo que se ha hecho mal y que debe corregirse. Tal vez lo más grave es que el programa de incentivos al rendimiento individual que desde hace una década se acepta como insatisfactorio y con diversos problemas, permanece de la misma forma. En el sexenio anterior, en las metas del programa sectorial, se planteó que se revisaría su marco normativo, pero el periodo concluyó y nada ocurrió. La actual administración se propone “revisar de manera integral las condiciones laborales y los estímulos al personal académico y diseñar mecanismos para hacer posible la recuperación de su salario” (p. 27). Ahora ni siquiera se menciona el asunto del marco normativo. Bueno, sí, en materia de evaluación, como canta Gardel, parece que “veinte años no es nada”.
Publicado en la revista "Educación 2001". No. 178. Enero 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario