La UNAM acaba de instalar su Consejo
de Evaluación Educativa (CEE). Un órgano amplio que tendrá entre sus responsabilidades:
incrementar la utilización de los resultados derivados de la evaluación para
mejorar las acciones educativas en la institución.
El asunto de la evaluación, como es
obvio, continúa generando preocupación, reacciones y polémica en distintos
niveles y muy diferentes ámbitos de responsabilidad. Nada menos, la semana
anterior, en este espacio (Campus Milenio
No. 473) se daba cuenta de los avatares del proyecto en marcha de la OCDE para
diseñar una evaluación de los aprendizajes en la educación superior (AHELO); un
equivalente de la prueba PISA que permita comparar internacionalmente el
desempeño de los egresados de la educación terciaria.
A nivel nacional, desde fines de
los años ochenta, estamos experimentando con la política de evaluación. En poco
más de dos décadas de operación, ha quedado arraigado el principio de
valoración del desempeño y de rendición de cuentas en las instituciones escolares.
La asociación entre evaluación y acceso a recursos financieros traspuso el
marco y los ductos del sistema educativo; aunque con reticencias y dificultades
quedó instaurada.
Sin embargo, tal parece que la
evaluación como instrumento para mejorar la educación se extravió en la
vorágine y el furor de su descubrimiento. Lo importante no fue identificar, a
través de la evaluación, qué cosas hacía bien el profesorado y en cuales
fallaba, para tratar de ponerle remedio a lo que estaba mal. No, lo relevante
fue que se evaluara para que recibiera incentivos dependiendo de su
rendimiento. La evaluación como fin en sí mismo, no como un medio.
Los resultados de las pruebas a
gran escala para precisar los niveles de aprendizaje de los estudiantes también
se conviertieron en un fin en sí mismos. La actual administración federal se
planteó como meta, erróneamente, mejorar en 43 puntos el puntaje de los
estudiantes en la prueba PISA; un escenario similar se planteó para la prueba
Enlace. De hecho, alcanzar cierto puntaje en esta última, por los medios que sean,
se convirtió en el principal objetivo de directores y profesores de los
planteles, al asociarse los resultados con la entrega de recursos adicionales.
La finalidad no es qué hacer para mejorar, la apuesta es capturar la prueba.
Más o menos lo mismo ocurre con
la evaluación institucional. Lo esencial no radica en cómo aprovechar la
información y los datos, el acento se coloca en cómo ajustar indicadores y
cuadrar cifras. La idea es alcanzar un mayor monto de recursos y controlar
internamente su distribución. Lo de menos es qué hacer institucionalmente con
el cúmulo de resultados.
Entonces, a la fecha hemos
construido un amplio, variable y complejo sistema de evaluación que más bien es
autoreferencial. Aunque, en realidad, no funciona propiamente como un sistema.
Incluso, la iniciativa explícita de crear un Sistema Nacional de Evaluación de
la Educación, impulsada por la actual administración gubernamental en el 2007,
se quedó solamente en buenas intenciones.
Las modalidades, tipos, niveles y
escalas de evaluación que están en movimiento hacen difícil pensar en un
sistema de evaluación homogéneo y armónico. Sin embargo, bien se podría
comenzar por discutir cuál debiera ser su principal finalidad y acordar sus
orientaciones. Una discusión que necesariamente deberá transitar por las
instituciones educativas y los organismos intermedios, de los cuales podrían
venir las mejores sugerencias de cambio.
Actualmente, a diferencia de lo
que ocurría dos décadas atrás, casi todas las instituciones de educación
superior cuentan, en su estructura administrativa, con una sección o
departamento encargado del asunto de la evaluación. La misión que tienen y su
desempeño es muy variable, pero podrían ejercer una función más decisiva.
Por lo anterior, resulta
relevante el acuerdo de creación y la instalación del CEE de la UNAM. Un órgano
que estará presidido por el rector y casi un centenar de representantes de
instancias y planteles de sus tres niveles educativos (Gaceta UNAM 13/08/12).
Normativamente tendrá capacidad para proponer políticas institucionales de
evaluación en prácticamente todos los ámbitos: aprendizaje; docencia;
modalidades educativas; formación docente; y planes y programas; entre otros.
(Publicado en Campus Milenio. No. 474. Agosto 16, 2012: p. 9)
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